A Isabel, que me pidió un poema
Nacimiento
Sé algo que sólo una persona en este mundo sabe, y ese algo es Thiluma. Ella no me describió cómo era ese reino, porque todos los que hemos soñado con él, ya sabemos cómo es, y en qué coordenadas está en el firmamento, justo en el cinturón de Orión, a una legua de luz de la estrella más cercana a nuestro corazón.
Thiluma es el lugar a donde llevan las madres de
noche a sus hijos mientras les cantan nanas para que se duerman. Pero
ellos no duermen, si no que despiertan a la vida, una vez han
reconocido que se preocupan por si sus madres volverán con la
alborada, o cuando su mirada inocente hace derrocar a un ejército en
llamas, cuando elige por dos veces, una como niño, como niño la
seguridad, y como adulto, como adulto el sufrimiento.
Pero
Thiluma es diferente.
Conocí a
una escritora en el parque Ribalta que jugaba con unos niños a volar
sobre el Estanque Sin Nombre, mientras escribía en un cuaderno
palabras que sólo ella puede pronunciar. Thiluma.
En mis
sueños, ando dentro de una acuarela, mientras acerco mis pasos al
viejo parque, donde se oye algazara de niños que disfrutan de la
tarde como robinsones. Ellos me pintan la cara y yo les abro mi
corazón: una salita de estar con una puerta acristalada, donde yacen
los últimos rayos de sol, y una biblioteca breve, una pizarra con
dibujos que sólo se pueden imaginar, un libro sobre Sócrates y los
Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot.
Es la hora
de mi nacimiento, y guardo un solemne silencio. La muerte besa a mi
madre, que sólo volverá cuando crea nuevamente, recuerde
nuevamente, viva nuevamente, allí. Thiluma.
Mi amiga
sigue guardando el secreto de sus destellos, porque Thiluma, como
Sirio, brilla. Es fácil que me aguarde castillos medievales,
bibliotecas repletas de hojas de tantos colores como sueños esperan
la bienvenida. En Thiluma todos son bien hallados, y ella sube la
escalinata mientras un coro canta En Aranjuez. Oh Thiluma, estrella
fugaz que incendias el cielo del colegio, para decirte que nunca
jamás dejes de escribir siempre por fin.
Y la
función acabó, después de que los niños salieran en desbandada,
una noche de verano, con los aplausos del público: hombres, mujeres,
jóvenes y viejos. A los niños no les interesa Thiluma, y es obvio
que no aplaudan, y se pierdan por las trochas entre cañaverales
mientras una ligera brisa estival nace del acorde de un piano, y me
giro y hallo sentada en el sofá a mi madre que entona El cant dels
ocells. Y al ver despuntar a Thiluma en una noche tan plena como la
Noche de San Juan, como todas las noches estivales, sueño con ella,
escribiendo sentada en un banco del parque Ribalta junto al estanque
de los cisnes. Para llegar allí, es imposible que te pierdas.