divendres, de juny 03, 2005

La Casa de la Vida

Junto a la British Library, cerca de la vieja y victoriana estación de Saint Pantcras, en un pequeño hotel, una noche de hace mucho tiempo, i have a dream.

Estaba sentado en la terraza de una heladería, bajo una plazoleta recoleta, en Morella, conversando acerca del futuro con Anna Signes March.

Ya hace tiempo que he dejado el mundo de las bibliotecas, y me pregunto si habré sido un buen bibliotecario.

Mi ideal era Lynn, aquella bibliotecaria solícita, amable, que, satisfaciendo la curiosidad de dos ancianos, se subió a una silla para notificarles quién y cuándo había pintado aquel cuadro, junto a un retrato de Enrique VIII, obra de Holbein, justo en una de las paredes laterales del interior del Heritatge.

Mi primer recuerdo son miles de fichas de fallecidos en las postrimerías del siglo XIX, que debía ordenar alfabéticamente. Nunca supe la razón de aquellas muertes, cuyos esqueletos descansaban en un cementerio a la vera de una avenida interminable, por donde pasaba cada mañana cuando marchaba hacia la Biblioteca.

Mi doctor me dijo, cuando le anticipé mi deseo de escribir un poema acerca de todo aquello, que algún día comprendería que la narración es el mejor vehículo para expresar todo ese cúmulo de experiencias.

Quien ordena la Biblioteca, decide el destino de la Humanidad. Aquélla es un refugio romántico y decimonónico contra el miedo a la tormenta. A las cuatro, en invierno, por los ventanales, mientras guardaba los sobres de los socios en un humilde escritorio, y la lluvia humedecía el pequeño patio musgoso y rancio, contemplaba cómo anochecía, mientras escuchaba la melodía de un piano, y alguien me decía: por estas fechas, grato es volver a la Patria.

El recorrido por la Biblioteca es el camino por la Vida. En el Convento, aquélla olía a atmósfera densa, a incienso podrido por el paso de los siglos. Entendí entonces, mientras recorría de un lado para otro el coro, después de contemplar el misterio del cuidado claustro, que había hallado el Grial.

Toda biblioteca tiene un libro oculto y una escalera de madera que pasa desapercibida. Con esmero, aquel libro que a veces encontrara, lo acicalaba y lo resguardaba en un alto anaquel, para que un próximo bibliotecario o un ratón tenaz, se maravillasen al reencontrarlo.

La escalera es Dios. Te eleva al súmmum de los estantes, allí donde resisten, pacientes y venerables, los ancestrales incunables que esperan, si al bibliotecario ni a ti no os flojean las piernas, su revelación.

Lo más terrible que te puede pasar, es que te caiga un libro, porque cuando lo hace, tiembla el Universo. Creo que es tanto o más trágico que si una estantería cediese, pues, a lo sumo, sólo podrías encontrar tu muerte.

Ahora que la Biblioteca es Internet, y el bibliotecario se llama Google, aquella Casa de la Vida, donde se resguardaban miles de papiros y tabletas cuneiformes, pergaminos, palimpsestos y unos lienzos blancos y muy finos, llamados papel, son memoria de un pasado donde los peripatéticos ya no leen caminando, sino que navegan leyendo.

¿Recordáis? Tuve un sueño.